12.12.05

El último hombre gordo

Este cuento salió publicado hace dos años en Alfa Eridiani ( eridano número dos ). Que no se diga que sólo pongo primeras páginas ;)

El último hombre gordo.

X miró la camiseta sucia que no alcanzaba a disimular del todo sus mollas. Se rascó la papada con el dorso de la mano intentando, sin éxito, eliminar el exceso de sudor. La luz blanca de la máquina examinadora le molestaba sobremanera, obligándole a entornar contínuamente sus pequeños ojillos marrones. Maldita máquina, pensó, ¿porqué me tienen que hacer esto a mí?. La sala donde le examinaban cada tres meses era un lugar caluroso e incómodo, sin sillas ni bancos donde sentarse para descansar. Al menos esta vez no le habían obligado a desnudarse. Su cuerpo le hacía sentir incómodo, sobre todo delante de los Ingenieros Genéticos que observaban su evaluación. Todos en el Departamento de Salud tenían unos cuerpos perfectos... Qué demonios, todo el mundo lucía un aspecto envidiable. Todos excepto X y su camiseta sucia, temblando de miedo frente a la luz incandescente.

—Por favor —sonó una aguda voz con tonos metálicos—, dese la vuelta y respire hondo.

X obedeció dócilmente, tal y como había hecho durante los últimos diez años de su vida. Las revisiones y evaluaciones no dejaban de ser un trámite relativamente rápido, pero a X se le hacían eternas. Cerró los ojos y respiró profundamente intentando abstraerse del mundo que le rodeaba, pero fue inútil: podía escuchar el zumbido eléctrico de las máquinas, el ruido de los tubos de neón e incluso el rascar de los bolígrafos de los ingenieros sobre las pantallas electrónicas mientras tomaban notas sobre él.

—Puede usted abandonar la plataforma —anunció aquella voz desagradable—. Evaluación terminada.

Las luces de la sala bajaron de intensidad y los ingenieros, armados con batas blancas y gafas de sol, fueron retirándose por la puerta de personal. El letrero de salida se iluminó en verde confirmándole a X que podía volver a su trabajo. Los pasillos del edificio de Salud eran rectos y asépticos, vacíos de decoración y de gérmenes, pensó. Tuvo que avanzar un buen trecho antes de llegar al ascensor general, que le llevaría a Recepción para que le sellaran la visita. Eso era muy importante, recordó, la primera vez que le revisaron se puso tan nervioso que se olvidó de recoger su carné de Evaluado. Al entrar en el Metro saltaron las alarmas de contaminación y se inició el protocolo de seguridad e higiene. Un equipo SWAT le capturó y lo llevó a la sala de Cuarentenas y Asepsias donde lo mantuvieron bajo vigilancia 48 horas. Cuando al final se aclaró que tenía la evaluación completada lo soltaron, pero con una penalización de 300 créditos por gastos innecesarios al estado. Desde entonces habían implantado nuevas medidas de seguridad a la entrada de lugares públicos. Nunca más se había olvidado de que le sellaran la visita y activaran su tarjeta. Y nunca se le olvidaría.

El ascensor llegó anunciándose con un sonoro "Ping". La puerta de aluminio se deslizó suavemente dejando ver a un grupo de cinco jóvenes enfermeras. X entró en el ascensor intentando no rozar a ninguna de ellas. Pulsó el botón de la planta uno y esperó a que la puerta se cerrase.

—Éste ascensor tiene una carga útil de seis personas —graznó una voz asquerosamente parecida a la de la máquina evaluadora—. Por favor, abandone el habitáculo y espere al siguiente. Gracias.

X sintió cómo la sangre teñía sus mejillas de rojo y salió del ascensor sin mirar atrás. Pero no hacía falta, podía imaginarse las miradas y las risas de las enfermeras clavadas en su espalda. La puerta del ascensor se cerró, pero él podía seguir sintiéndolas allí, como un lazo físico que le ataba a la pulida superficie metálica. Otro "Ping" le anunció que un nuevo ascensor había llegado. Estaba vacío, entró bamboleándose y pulsó de nuevo el botón que le llevaría a salir de aquel horrible lugar.

La sala de recepción era un lugar concurrido, aquí si que había lugar donde sentarse y esperar, se fijó X de mal humor. Todo allí era blanco y negro. Todo plastificado y mate. Las enfermeras vestían de blanco con vestidos cortos que dejaban ver su estupenda anatomía. Los enfermeros lo hacían de negro, con pantalones amplios y chalecos abiertos. Hasta los ancianos se veían estupendos y eso que esto era un centro de salud. X notó que se le resecaba la lengua y que volvía a sudar profusamente. Buscó rápidamente la ventanilla donde sellaban las visitas y se acercó con su Documento de Identificación y las Tarjetas correspondientes.

—Buenas tardes —le dijo un joven enfermero al otro lado de la ventanilla— ¿Viene para sellar su evaluación?

—Si, si —farfulló nervioso—. Aquí tiene los papeles. Dese prisa, ¿quiere? —suplicó.

—No se preocupe —le sonrió el joven mientras pasaba la tarjeta por un lector magnético—. En un momento lo tiene usted todo arreglado.

La consola del enfermero parpadeó en verde. Luego emitió un "Beep" que sonaba casi a un quejido. El joven cambió la sonrisa por una mueca de extrañeza. Volvió a pasar la tarjeta por el lector. Mismo parpadeo y mismo "Beep". X notó cómo el sudor empezaba a ser más que profuso, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la cara.

—¿Algún problema? —preguntó con cautela

—N-no —tartamudeó el enfermero—, bueno, no sé —aclaró—. ¿Puede esperar un momento mientras aviso a mi supervisor?

X asintió con la cabeza. ¿Qué podía pasarle ahora?. Llevaba dos horas más de lo previsto en el Centro de Salud, se imaginó la cara de su propio supervisor, el Sr.Englund, intentando aplicar su cursillo de sicología motivacional "¿Qué le pasa X?, ¿Se aburre usted en el trabajo?, ¿no le gusta su mesa?. Seguro que podemos encontrarle un rincón más alegre. Quiero que sepa que en este centro de trabajo usted es una pieza clave y que todos le apreciamos." Palabras y más palabras. Detrás de esa sonrisa y de los abrazos múltiples que se obligaban a dar en el trabajo, X veía falsedad e hipocresía. Él no les gustaba, nunca les había gustado. Y ellos no le gustaban a él. Pero todo se mantenía con sonrisas y sicología barata.

Otro enfermero, más mayor que el anterior, ocupó el lugar tras la ventanilla.

—Buenos días, Sr.X —le saludó mientras repetía la operación de la tarjeta—. Ahora mismo podrá usted irse.

—Gracias —dijo X guardándose el pañuelo e intentando recuperar un poco la compostura.

La consola repitió el mismo proceso de parpadeo y Beep. El enfermero más joven le señaló algo en la pantalla que X no podía ver, el supervisor asintió con la cabeza. Cogió la tarjeta, la cuñó y, por fin, se la devolvió a X. Las palabras "Evaluación No Positiva" en rojo brillante atravesaban la tarjeta de izquierda a derecha. ¿Evaluación No Positiva?, Otro eufemismo más para el rechazo, pero... ¿Qué demonios era todo aquello?. Ahora comprendía la cara del primer enfermero al ver su informe, él nunca había oído hablar de que alguien no pasara la evaluación. Si había enfermedad se producía el ingreso en el centro de salud, pero ¿Evaluación no Positiva?

—¿Qué se supone que es esto? —le preguntó incrédulo al supervisor.

—Que ha sido usted rechazado por el comité de evaluación, Sr.X —contestó el hombre lentamente.

—No me lo puedo creer —dijo X moviendo la cabeza de un lado a otro, rechazando las palabras del enfermero.

—Según la información de que disponemos, en un plazo de cinco días será usted —y el hombre se paró como si no comprendiera bien lo que estaba diciendo— Re-Socializado.

—¿Re-Socializado? —exclamó airado X— ¿Qué es eso de Re-Socializado?

Los enfermeros, en principio, mantuvieron un incómodo silencio mientras intentaban no mirarle a los ojos.

—La verdad, Sr.X - dijo el enfermero—, es que no lo tengo muy claro. No creo que nadie lo sepa en el Centro de Salud. Es la primera vez que pasa esto desde que yo estoy aquí.

Algo en el temblor de su voz le hizo creer a X que tenía razón. Pero si en Sanidad no sabían nada, ¿qué era lo que se suponía que tenía que hacer con su tarjeta rechazada?

—Debería acudir a su Consultor Personal, Sr.X —le aconsejó el enfermero más joven—. Posiblemente él sepa que es lo que más le conviene.

X no contestó, sólo les lanzó su mirada más peyorativa, la de "esclavos del sistema". Su mirada favorita. Pero su temblor de rodillas delataba el estado de nervios en el que se estaba sumergiendo. Recogió sus tarjetas y salió a la calle bajo el reluciente Sol de finales de primavera. Siguiente paso, la Consultoría Central. A X le desagradaba la idea, el Consultor Personal tenía que ser una persona con la que contar en momentos de duda o problemas pero a X no le gustaba compartir sus sentimientos con un extraño. De todas formas no le quedaba más remedio que acudir a él. La estación de Metro estaba justo a la puerta del hospital, X cogió el ascensor que llevaba al andén.

—Tarjeta No Positiva —exclamó una vez más la voz metálica. ¿Era la misma otra vez? ¿Es que no tenían presupuesto para modular distintas voces?—. Por favor no utilice el transporte público.

X se quedó mirando el diminuto altavoz del ascensor mientras se abría la puerta y parpadeaba el cartel de "Abandone el Habitáculo". No se lo podía creer, ¿qué esperaban?,¿que fuese andando?. Si no podía coger un metro o un autobús no tenía otro medio de transporte, su perfil de desplazamiento no le permitía el acceso a vehículo propio. Suspiró un momento antes de ponerse en marcha. El sudor empapó completamente su camiseta.

******

El edificio de Consultoría estaba pintado en alegres colores chillones, rojos, verdes y amarillos combinados en módulos. Parecía construido en piezas gigantes de algún juego para niños. Unos jardines de flores blancas y violetas rodeaban el camino que llevaba a la puerta principal. Varias personas caminaban conversando entre los setos y el olor a jazmín ocupaba el aire. X llegó casi sin resuello después de media hora de caminata, sudoroso y nervioso, a la entrada principal. Un joven aprendiz de Consultor, vestido únicamente con unos pantalones de lino, enseñando su musculoso torso, salió del edificio para ayudarle.

—Señor —dijo ofreciendo su brazo—. Por favor, deje que le ayude.

—De acuerdo —dijo X después de sopesar el entrar sin ayuda en el centro, como un héroe, un mártir de las reglas higiénicas—. No puedo más

—No se preocupe, señor. Enseguida podrá usted descansar. En recepción hay unos sillones muy cómodos.

X se dejó llevar hasta los sillones de los que le había hablado el joven. Eran de cuero rojo y, seguramente, cabría con dificultades, pero parecían bastante mullidos. X se derrumbó en uno de ellos y pidió un vaso de agua. Allí sentado podía ver a la gente que entraba y salía de los cubículos de consultoría, todos sonrientes y relajados. Él nunca había salido tranquilo de aquellos incómodos confesionarios, cara a cara con su consultor...

—X —sonó una voz familiar—, has hecho bien viniendo aquí. Acabo de recibir un informe de Sanidad que es poco positivo, ¿sabes?. En realidad —añadió—, entre nosotros te puedo decir que me parece incluso no-positivo...

Era Angus Baharmalaputra, su consultor personal, mitad escocés mitad hindú. Vestido con una túnica vaporosa que dejaba entrever su cuerpo moreno y bien definido. X se fijó en que se había afeitado la cabeza, ahora si que tenía un aire decididamente étnico. Muy a la moda, por otra parte.

—Angus —dijo X angustiado—, tienes que ayudarme. He tenido que venir hasta aquí andando. ¿Me entiendes? , andando casi media hora.

—Tranquilo X, te comprendo perfectamente. Ven, entremos en una de las habitaciones y hablemos un rato.

Angus le ayudó a levantarse y, al despegar su cuerpo sudoroso del sillón, un sonoro ruido hizo que todo el mundo les mirara. Aunque Angus pareció no darle importancia, X bajó la vista y no la levantó hasta que entraron en uno de los cubículos donde se pasaba consulta. El interior de aquellas habitaciones era muy luminoso y se mantenía a una temperatura constante. A X no le gustaba el color verde botella con el que lo habían pintado, pero agradeció sobremanera el aire acondicionado. Dos sillas y una mesita con una cafetera ocupaban el centro de la habitación.

—Bueno, X —dijo Angus mientras le ayudaba a sentarse—. Me acaban de pasar los datos de tu última evaluación. Los he revisado y, siento decírtelo, estoy de acuerdo con el resultado final.

—No lo entiendo —dijo X rascándose nervioso los dedos y las manos—, no he hecho nada diferente a otras veces. La misma rutina de los últimos años.

—Ese es el problema —dijo Angus frunciendo el ceño—. Sigues con la misma actitud de siempre. ¿Quieres saber qué dice el informe de tu supervisor?, que te muestras frío y distante con el resto de tus compañeros y con él mismo. Les has hecho daño, X. El Sr. Englund viene a menudo por aquí para que orientemos la sensación de fracaso que le has provocado.

X alcanzó una de las tazas y se sirvió algo de café, se la llevó a los labios y probó un sorbo. No era café. Parecía café, olía como el café y casi sabía como el café. Pero no lo era.

—Yo no he querido hacer daño a nadie —empezó a decir X.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Angus sirviéndose también una taza de aquel casi café—. Eres un buen hombre, lo que sucede es que estás desorientado. Hay algunos puntos en tu conducta que hay que corregir. Tienes que hablar más, sentirte más contento, ser capaz de tocar a los demás. La cuestión está en crear una mentalidad positiva hacia la sociedad.

—Si sólo es eso, no hay problema —suspiró aliviado X—. Sé que puedo cambiar. Ningún problema, de verdad. Hoy mismo empezaré a practicar, la próxima evaluación será positiva, muy positiva.

—Ese es el espíritu —le animó jovialmente el Consultor—. Estoy seguro de que tu próxima evaluación saldrá tan bien como dices. Sobre todo después de la Re-Socialización.

X se tensó involuntariamente, derramando parte de aquel casi café por encima de su camiseta. Re-Socialización. ¿Es que no confiaban en él?, si decía que podía cambiar y ser más social, lo sería.

—Por favor, Angus. ¿Qué es eso de la Re-Socialización?. Entre todos me estais asustando de verdad.

—¿Qué?,¿miedo?, oh, no, X, no te preocupes. No eres el primero que va a ser re-socializado —le intentó tranquilizar el consultor—. Si supieras quienes, seguro que llegarías a sorprenderte de lo bien que salió todo con ellos. Créeme si te digo que cuando salgas de la Re-Socialización lo verás todo mucho más claro. Y además corregiremos lo de tu sobrepeso —añadió finalmente mirando la oronda barriga de X.

Sobrepeso. X siguió la mirada de Angus hasta su barriga. Así que era eso. Aquellos chicos musculosos y sonrientes se sentían ofendidos por su barriga, por su papada, por su culo gordo. Todas aquellas conversaciones sobre conducta desviada y sentimientos desenfocados, aquellas miradas furtivas y los comentarios en voz baja no eran más que un solapado “Estás gordo y no cabes en nuestro mundo”.

—La verdad —continuó Angus—, me he preguntado muchas veces si tu conducta no será reflejo de tus hábitos alimenticios. ¿Tomas demasiados hidratos, tal vez?, ¿Grasas saturadas?. Es posible que sientas un rechazo social inducido, una especie de fantasía paranoide que te empuje a auto -rechazarte socialmente.

La mano de X agarró de nuevo la cafetera que no tenía café de verdad. La luz del atardecer entraba por un ventanal iluminando suavemente la habitación. Los habitáculos estaban insonorizados. Nadie escuchó los gritos.

******

—¡Cuidado!, ¡es como un perro rabioso! —gritó el enfermero jefe mientras intentaba alcanzar a X con un pequeño táser eléctrico.

Los cristales de un montón de aparatos médicos estaban esparcidos por todo el laboratorio de Modificaciones de la Conducta. X los había roto todos al intentar escapar de nuevo. Las alarmas sonaron a todo volumen.

—Alarma, Alarma, Alarma en Laboratorio Tres —dijo una voz aguda y metálica que se clavó en la mente de X.

—¡Esa voz! —aulló X—. Esa voz otra vez, ¡siempre ahí!, ¡siempre tú!

Dejando a un lado al Enfermero que tenía el táser, X se lanzó contra el altavoz que no paraba de graznar la alarma empuñando un extintor. Un golpe, dos, tres y cuatro hasta que, poco a poco, la voz se extinguió del todo. X sonrió triunfal hasta que notó una descarga eléctrica en su costado. Escocía un poco, pero no habían modulado las armas para alguien de su tamaño. Creían poder dominarle con armas para alfeñiques de cincuenta kilos. Le lanzó un golpe de revés al enfermero con la base del extintor que le alcanzó en plena cara girándole en el aire 360º. Volvía a estar empapado en sudor, pero ahora le daba lo mismo. Se sentía libre. La puerta del laboratorio se abrió y cuatro guardias de seguridad armados con porras entraron a toda prisa.

—¡Aquí estoy, —les gritó desafiante— delgaduchos!

Y siguió gritando hasta que el sonido de las porras al chocar contra su cuerpo logró ahogar primero sus desafíos y luego, sus quejidos de dolor. Al otro lado del cristal de seguridad del Laboratorio, Angus Baharmalaputra miraba la escena con el único ojo que todavía podía hacer funcionar. Una cicatriz le cruzaba la mitad del cráneo y otra se le unía en el lateral de la cara. La mandíbula no había curado bien y ofrecía un aspecto torcido. X se había cebado con él antes de escapar por el ventanal. Casi había muerto dos veces en la sala de operaciones. Su aspecto ahora era desolador, pasarían por lo menos cuatro o cinco años antes de que los implantes clonados alcanzaran la madurez necesaria para sustituir el tejido dañado. Pero Angus no le guardaba rencor a X. Era incapaz de ese tipo de sentimientos. El Sr.Englund le puso la mano en el hombro, tratando de animarle.

—Venga Angus, no seas duro contigo mismo. Todos intentamos ayudarle. Era él el que no quería ser ayudado.

—Quizás tenga razón. Pero mírelo, ¿qué puede llevar a un hombre a comportarse de esa manera tan animal?

—No lo sé, no le veo sentido.

—Yo tampoco. Se puso violento cuando le mencioné su sobrepeso. Creo que de alguna manera eso llegó a afectarle.

—Es posible. La verdad es que estaba algo rellenito.

—Es cierto, pero nunca nadie le habría dicho nada. Eso sería de mala educación.

—En el trabajo procurábamos obviar el tema lo más posible. No parecía que pudiera ser de utilidad señalarle con el dedo. Eso lo hubiera hecho diferente a los demás.

—Tiene razón. ¿Ha leído usted, Sicología Conductista del Inadaptado?

—Por supuesto. Es parte de nuestra formación como Supervisor. He encontrado sus pasajes de gran inspiración para conducir a mis subordinados.

—Lo escribí yo. Me alegra que le haya sido útil.

Angus se giró hacia el Sr.Englund para agradecerle su apoyo. Pero éste apartó la vista. ¿Porqué?. De todas formas, y de acuerdo con los manuales de conducta, se dieron un abrazo. Mientras tanto X había sido reducido y lo estaban llevando de nuevo a la camilla.

—Dobladle la dosis de Torazina —dijo un nuevo enfermero—, no quiero acabar como ellos —dijo señalando a los que yacían en tierra.

Cuatro hombres levantaron a X del suelo con bastante esfuerzo y lo pusieron encima de la camilla. Ataron sus manos y pies con fuerza, una enfermera se acercó recelosa con el maletín de Re-Socialización. Quince inyecciones de quince drogas diferentes para empezar. Luego vendría el tratamiento de tres meses con calmantes e inhibidores de la personalidad. Y, por supuesto, el régimen. El proceso de Re-Socialización era lento y minucioso, pero el índice de rehabilitación rondaba el noventa y nueve por ciento, todo un signo de calidad y amor por el trabajo. El caso de X llevaría más tiempo del habitual, ya que tenían que ponerle a tono físicamente, pero la gente del Centro de Salud que tenía asignado se había presentado voluntaria para el tratamiento físico.

Tras el cristal de seguridad varios enfermeros y enfermeras, envueltos en batas entalladas, guapos y bronceados, comentaban el proceso. Angus podía sentir cómo evitaban mirarle. Era por su cicatriz. Por su boca deforme. Su reflejo en el cristal era borroso, pero suficiente como para darse cuenta de su deformidad. El Sr.Englund se había apartado de él. A la quinta inyección decidió marcharse. Al salir escuchó cuchicheos en la sala, seguramente sobre sus cicatrices. Al coger el ascensor tres personas apartaron su mirada. No podían mirarle a la cara. Angus se encogió dentro de su bata blanca y marcó el botón del sótano. Las puertas se cerraron.

*****

El sol de la mañana despertó suavemente a X de un sueño reparador. Desde su ventana del hospital se podía ver el bosque, con el otoño en su esplendor las hojas marrones formaban un mar de tonalidades que le ayudaba a relajarse. A la hora del desayuno la Enfermera Elli siempre le servía su vaso de zumo. La Enfermera Elli era muy amable con él y le traía la comida. Luego hablaban un poco, no demasiado, y ella se marchaba otra vez. Hasta la próxima consulta. Ya hacía tiempo que se habían acabado las inyecciones y eso le aliviaba. Entendía que eran por su bien, pero después de cada inyección se sentía muy enfermo y solía vomitar. El Enfermero Tod le ayudaba entonces. Casi eran las siete y X esperaba impaciente a la enfermera Elli, tenía ganas de hablar con ella. La puerta de la habitación se abrió y un hombre entró rápidamente.

—Usted no es la enfermera Elli —gimió decepcionado X— ¿Ha traído mi zumo?

—¿Zumo?, no... —dijo el hombre dejando entrever un rostro surcado de cicatrices—. No habrá desayuno ésta mañana.

X se quedó mirándole, perplejo. No estaba siendo amable con él. Algo le pasaba a su cara, no era tan hermosa como la enfermera Elli. Ni como el enfermero Todd.

—¿Quién es usted? —preguntó X intentando protegerse con las sábanas.

—¿No me reconoces, X? —dijo el hombre acercándose a X y a la ventana, mostrándole su rostro deformado por los golpes— ¿Tan lejos han llegado ya?

—No, no le recuerdo —le contestó X haciendo un esfuerzo por recordar.

—Soy yo, tu viejo consultor, Angus. ¿No te acuerdas de mí?. Yo no he podido olvidarte —susurró en voz más baja agarrando una de las barandillas metálicas de la cama de hospital. X se fijó entonces que tenía las manos machadas de sangre—. Me acuerdo de ti todas las mañanas al mirarme en el espejo.

—¿Dónde está la enfermera Elli? —preguntó un asustado X.

El hombre apartó la mirada, visiblemente incómodo por la pregunta.

—No quería mirarme —se excusó—. Ellos no me miran. Como hacían contigo. ¿lo entiendes?, me paso los días pasando de puntillas entre ellos. Pidiendo perdón por ser como soy en cada gesto. Me convertiste en tí, en un ser deforme y desgraciado. Una serpiente en el paraíso de los hombres.

—No entiendo... —gimió X

—Ni lo entenderías en un millón de años —dijo amargamente Angus—. Te han quitado todos tus recuerdos, anulado tu personalidad... Ahora eres insoportablemente plano, como ellos. Como lo era yo. Pequeño ser insignificante.. —masculló.

—Pero... ¿entonces? —dijo X tragando saliva.

El antiguo Consultor metió una de sus manos en el bolsillo y sacó lo que a X le pareció un pequeño cuchillo. La luz dorada del amanecer hizo relucir la sangre en su filo. El único ojo de Angus brillaba de excitación y la baba le colgaba de la mandíbula deforme. X se protegió la cara con los brazos, incorporándose en la cama. Las sabanas se deslizaron por su pecho, dejando ver su cuerpo medio desnudo, sudoroso por la tensión, pero bien formado y torneado. En el centro de salud habían hecho un buen trabajo. Angus bajó el arma y se arrodilló junto a la cama. Entre sollozos intentaba acariciar a X, manchando las sábanas blancas con sangre.

—No puedo hacerlo —lloró—. Eres tan hermoso...

X se fijó en su cráneo hundido y en su ojo cegado que parecía estar supurando. Su otro ojo, que lagrimeaba patéticamente, parecía albergar un brillo de esperanza. Angus intentó sonreír, pero todo lo que consiguió fue una mueca que acentuó aún más su deformidad. La seguridad del hospital entró como un río en la habitación. Las porras eléctricas se levantaron al unísono antes de ser descargadas sobre Angus. X apartó la mirada. La alarma gritaba sin parar con una voz aguda y metálica.

El otoño llegó a su fin, fuera de los muros del Centro de Salud jóvenes deportistas corrían enfundados en mallas ajustadas. Todos sonreían.

2 comentarios:

Errantus dijo...

Me ha encantado Alfredo, no tienes una idea. Más siendo yo un poco anoréxica y habiendo padecido del sobrepeso en la adolescencia. Una descripción excelente de la menmtalidad del gordo en un mundo de cuerpos danone.

Alfredo Álamo dijo...

Me alegro que te haya gustado, es de lo primero que publiqué y le tengo cariño al cuentecillo.