Sí, lo reconozco. Es una especie de maldición revisar los textos inconclusos. Pero no puedo evitarlo.
La siguiente historia nació en el lugar más incómodo del mundo (sí, la parte trasera de un volkswagen) a la vuelta de la hispacón de Barcelona. Sufrió muchas transformaciones antes de morir en forma de primer capítulo.
Recuerdos bajo el suelo de Londres
El polvo.
Entre las innumerables y odiosas materias que poblaban aquel sótano maloliente y sucio, él odiaba aquel polvo.
Era un polvo gris que se acumulaba en montones situados por todas partes; encima de la mesa, sobre los libros de consulta, rellenando el escaso hueco de las cajas de muestras. Con el tiempo incluso se le metió en los bolsillos, en los pañuelos e incluso dentro de los calcetines. Pero la flema y dignidad de un empleado del British Museum le impedía siquiera un leve carraspeo. Como mucho se permitía un ligero arqueo de la ceja derecha, en gesto desaprobador, al soplar la cubierta del libro de registros; luego no tenía más que comprobar cómo una fina niebla grisácea ocupaba la habitación.
Ni siquiera le dejaban maldecir, allí, en la soledad del tercer sótano. Malditas costumbres inglesas. Maldito polvo.
La luz incandescente de la lámpara de mesa hacía las veces de estufa. Lamentablemente, para conseguir la temperatura correcta tenía que acercarse demasiado a la fuente de luz, corriendo el riesgo de quedarse medio ciego. Sean creía que si la mantenía encendida demasiado rato lograría quemar el polvo que la cubría. Temeroso de producir una reacción en cadena y morir incinerado junto con el resto de toneladas de polvo, solía cambiar la lámpara de sitio o la apagaba un rato. Era entonces, en la oscuridad, cuando pensaba en las circunstancias que le habían llevado a tan triste situación.
Estaba encerrado en el tercer sótano del British Museum, entre, exactamente, quinientas doce cajas y mil doscientos veinte libros que nadie, hasta su llegada, había tenido a bien clasificar desde la época de la Reina Isabel. Su sueldo apenas le llegaba para pagar el alquiler de una habitación en la fonda de la señora Spoon y tomar un par de pintas de cerveza. Allí estaba él, un hijo de Irlanda, a metros y metros de profundidad bajo el suelo de Londres.
Harto ya de oscuridad, encendió un candil plateado y empezó a recorrer el inmenso sótano antes de congelarse por completo. Entre las sombras cambiantes, las cajas y alguna rata extraviada en busca de comida, creyó verse de nuevo en Dublín; el despacho del decano en el Trinity College siempre le había parecido igual de tenebroso.
—Sean O´Shamus —tronó de nuevo en sus oídos la voz del decano—. Creo que no ha considerado usted la gravedad de los cargos que está asumiendo.
—Señor —recordó contestar—, en absoluto. Le aseguro, sin embargo, que lejos estaba de mi intención molestar a tan distinguidos caballeros.
En el despacho, iluminado con velas finas aromatizadas con jazmín, solían tener lugar pocas reuniones. Junto al decano estaba sentado Lord Shelby, uno de los más influyentes patrocinadores de la universidad, de la ciudad y, según algunos rumores, el contrabando. Sean miró a Fred, su compañero de cuarto, en busca de alguna explicación para lo que les estaba pasando.
—Entonces, reconoce que fue usted quien, de forma alevosa, penetró en la hacienda de Lord Shelby la pasada noche?
Fred tenía por costumbre el asalto de granjas, la cata desautorizada de vinos selectos y el escribir notas satíricas que luego abandonaba en el lugar de sus fechorías. Su expediente estaba lleno de faltas y todos en aquella sala sabían que si resultaba culpable de aquella fechoría en casa de Lord Shelby, acabaría de vuelta con su padre, el carbonero. Sin embargo, Sean poseía un historial inmaculado; parecía poco probable que un robo de gallinas, como se comentaba por los pasillos, afectara demasiado a su graduación.
—Y supongo, entonces que se reconocerá autor de los siguientes versos “Gallinitas, dulces, pitas —comenzó a recitar el decano—, con vosotras el hambre mía, sacío y renuevo a la vez, que os quito y doy la vida”
No había duda que era la firma de Fred. Sean respiró hondo y trató de inventar una historia adecuada.
—Así es, decano —dijo, con su mejor tono de arrepentimiento—. Ayer, y reconozco que no es comportamiento de un estudiante del Trinity, acabé en uno de esos locales pecaminosos donde la cerveza es barata y la reparten como si fuera agua. Abrumado por algunos vapores y licores espirituosos, decidí caminar junto al camino real; al poco rato estaba cerca de la propiedad de Lord Shelby.
Sean hizo una pausa para comprobar el estado de sus oyentes. Por el momento parecía que todo iba bien, el decano parecía atento y Fred no le hacía ningún gesto desaprobador. Lord Shelby mantenía un rictus fiero, de bulldog para ser exactos, desde el principio de la narración.
—Entonces —continuó el joven—, y no puedo decir que tenga excusa, decidí divertirme con las gallinitas de Lord Shelby, no sabía entonces que las tuvieran en tanta estima. Es más, si tanto problema he causado, estoy dispuesto a pagar por ellas, digamos, ¿cinco chelines cada una? —terminó, intentando poner la mejor de sus sonrisas.
—¿Cinco chelines? —gritó Lord Shelby, levantándose con la cara roja y llena de ira.
—¿Diez, tal vez? No creo que valieran mucho más... —Sean interrumpió su discurso al ver la cara de horror de su amigo Fred., que, mediante señas, le intentaba decir que parase de hablar.
A partir de ahí los recuerdos de Sean se volvían confusos. Lord Shelby descargó su pesado bastón de caoba en sus costillas, derribándolo. Más tarde le contaron que a duras penas lograron separar las manos del Lord de su cuello, mientras éste le insultaba con palabras decididamente impropias de un caballero de su posición.
—Te debo la vida —le dijo Fred, al día siguiente—. Si se llega a saber que era yo quien me veía con las hijas gemelas de Lord Shelby, ya me veía con mi padre repartiendo carbón por el Temple. Por no decir de la paliza. Creo que nunca podré agradecértelo.
—No pasa nada —contestó Sean, sintiendo cómo se le caía el mundo encima.
—Sólo una pregunta. ¿Cómo se te ocurrió ofrecerle cinco chelines por cada una? ¿Tan poco aprecio le tienes a la vida?
Los acontecimientos se sucedieron a gran velocidad a partir de entonces. A los pocos días ya viajaba rumbo a Londres, con una letra de puño y letra de su padre para el director del British Museum. Como bibliotecario del campus poseía ciertos contactos de relevancia. Contactos que le daban la oportunidad de terminar los estudios lejos de Dublín y de las represalias de Lord Shelby. Recordaba lo ingenuos que habían sido al pensar que las influencias del Lord no llegarían tan lejos...
La llama del candil bailó hasta casi apagarse para volver a levantarse con más fuerza, iluminando cientos de estanterías que parecían no acabar nunca. Aburrido y cansado, Sean volvió a su escritorio empuñando un códice al azar, uno de tantos, para proceder a clasificarlo, datarlo, registrarlo y resumirlo. Encendió la lámpara y acercó las manos con la esperanza de que cogieran algo de calor. Examinó la portada realizada en cuero en la que un compás se enlazaba con una escuadra. Otro texto masónico, suspiró, al paso que iba se iba a convertir en todo un experto.
Levantó la pluma y anotó los primeros datos, longitud, número de páginas, el texto de la primera hoja; eso era lo más fácil. Dispuso el libro en un atril y comenzó a leer, esperando que tarde o temprano llegara la hora de salir para poder respirar el insano aire del centro de Londres.
18.5.06
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2 comentarios:
Hey, recuerdo ese viaje. Pero, ¿por qué no has incluido ninguna referencia a los grandes temas que tratamos en el coche? King África, Conan, etc...
En realidad en la ida hablamos sobre "lo bizarro" y a la vuelta la cosa derivó a este cuento y a vuestra partida de hombre lobo. kilómetros y kilómetros de hombre lobo :P
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