Cuento publicado originalmente en Qliphoth
El alquimista chino
Yama, el rey del infierno, ajustó su balanza frente a las puertas del cielo. Era tan precisa que podía, sin género de dudas, descubrir los pecados más minúsculos. Y, como todo habitante de la Gran China sabía, si tus virtudes no superaban a los huesos de tus errores, acabarías en el infierno de Yama. Torturas y sufrimiento por toda la eternidad.
El gran demonio sonrió acomodándose en su trono de calaveras y se atusó los largos bigotes que casi le llegaban al suelo. Hizo un gesto con una de sus manos carmesíes y las almas avanzaron en fila hacia el fiel de la balanza. Los espíritus eran grises, apagados; rostros anodinos con vidas aburridas. Uno tras otro se sentaban en la balanza mientras los demonios menores, servidores de Yama, arrojaban costillares y cráneos hasta completar el número de pecados. Algunos, los menos, acababan en las tierras del Emperador de Jade, disfrutando de mujeres jóvenes y vino dulce; otros, los más, descenderían al submundo de llamas y oscuridad para incrementar el poder de su Rey.
— ¡Mi Señor! —murmuró un pequeño demonio, acercándose a Yama.
— ¿Si? —preguntó el rey infernal, dejando de prestar atención a su balanza.
—Tenemos un problema en la cola, su alteza —dijo el demonio, inclinando la cabeza.
¿Problemas en la cola? En miles de años el orden no se había alterado en la corte de Yama. Alzó una ceja y se atusó el bigote.
—Se trata de un hombre —continuó el demonio, visiblemente preocupado—, Gen Ho. Dice que no tendría que estar aquí.
— ¿Se ha atrevido a hablaros? —exclamó asombrado.
—No solo eso, mi amo —reculó el demonio—. No guarda su turno y exige hablar con vos, aunque hemos tratado de intimidarle. Pero ni los más fieros de vuestros siervos han logrado inmutarle —confesó con pesadumbre.
Otro demonio, ataviado con librea real, se acercó al trono portando innumerables rollos de papel. Desde que Confucio había instaurado la burocracia imperial, Yama había recibido buenas remesas de escribas, contables, oficiales y recaudadores de impuestos. Todos ideales para una buena organización en el infierno.
—Gen Ho —dijo el nuevo demonio, rebuscando entre los pergaminos—. Erudito, alquimista y hombre del Emperador. Su vida ha sido larga y tortuosa, hay una amplia relación de vidas cruzadas con él.
— ¿Confucionista?
—Taoísta, mi señor.
Yama resopló unas llamas verdes. Los taoístas estaban empezando a dar algunos problemas. Les costaba aceptar la realidad del Emperador de Jade, con su sistema de pecados y virtudes.
— ¡Yama! —sonó una voz acostumbrada a dar órdenes.
Los demonios alrededor del rey infernal dieron un respingo y se alejaron cautelosamente. Éste levantó su mirada, oscura como la noche más tenebrosa, para descubrir al hombre que se había atrevido a emplear ese tono con él. Uno tras otro, los espíritus que esperaban en su cola fueron dejando paso a Gen Ho. Iba vestido con ropajes largos de colores vivos, su rostro, algo envejecido, mostraba una expresión de resolución y enfado.
—Yama —volvió a decir— ¿Qué es lo que estoy haciendo aquí? Todos estos rituales vuestros no me interesan en absoluto. Devolvedme a mi laboratorio, pues aún tengo que terminar varios experimentos para el emperador.
—El único emperador que ahora debería preocuparos —dijo Yama con una voz que hubiera cortado la leche—, es el Emperador de Jade y su infinita sabiduría. Si tanta prisa os corre por conocer vuestro destino, no tenéis más que sentaros en mi balanza.
—No temo a vuestra balanza —dijo Gen Ho con desprecio, sin dejarse intimidar—. Yo creo en el Tao, y el Tao es uno.
Los demonios dejaron de tirar huesos a la balanza, los espíritus se detuvieron en su avance. Yama se levantó de su trono y avanzó, envuelto en llamas azuladas, hacia el alquimista.
—Tu destino ya está fijado, alquimista. ¿Te crees tan especial como para no aceptar las leyes de la creación?
Go Hen reculó unos pasos y sacó un pequeño vial plateado de entre sus amplios ropajes.
—No me asustas, demonio —dijo blandiendo el objeto—. Terminé la gran obra, el elixir de los alquimistas.
Yama lanzó una carcajada atronadora, los demonios menores se miraron entre sí con expresión jocosa, aunque nerviosa. Un cráneo cayó de los platillos de la balanza.
—Cientos como tú han llegado ante mí con esas palabras —sonrió el demonio—. Más de treinta emperadores abandonaron el reino medio por el infierno al probar las mentiras de tus antecesores. ¿Crees que eres diferente a ellos?
—Visité los templos de la Mujer Verdadera —dijo orgulloso el alquimista—, subí a los montes sagrados en busca de los siete libros de oro. Recogí las palabras que olvidó tu emperador de jade cuando el mundo todavía era joven. Gasté media vida aprendiendo los nombres de todos los minerales, metales y hierbas. Y todo ese tiempo con un objetivo en la mente: la inmortalidad.
—Ya te he dicho que no eres el primero —apuntó Yama, cambiando un poco la expresión de su rostro— ¿Realmente buscas la inmortalidad? Eres un simple mortal que no puede comprender lo que eso significa.
—Intentas confundirme, demonio —negó el alquimista, esgrimiendo su vial como un escudo—. Pero yo no soy como los demás que has conocido.
—Demuéstralo —rugió Yama.
Gon He alzó el vial y lo destapó, una luz plateada surgió de su interior cegando a espíritus y demonios menores. Yama frunció el ceño y esgrimió una sonrisa escalofriante. Los dos cruzaron sus miradas antes de que el alquimista apurara el vial.
Un remolino de luces envolvió el lugar, llevándose a espíritus y sirvientes. Gon He sintió un calor increíble que le consumía por dentro, crecía en su interior y se extendía por sus brazos, piernas y cabeza. Por un momento creyó que iba a estallar. Luego sus huesos se rompieron, uno detrás de otro, para volver a formarse con otro aspecto. Arrodillado en el suelo, convulsionado, se atrevió a mirar a Yama, que sonreía. El rostro de demonio había dejado de ser rojo y sus ojos, antes negros, ahora se formaban con tonalidad almendrada. Los bigotes disminuyeron su tamaño, las largas garras adoptaron forma de manos humanas; Yama se transformaba en humano. ¿Y Gen Ho?
El alquimista se levantó del suelo. Ahora era consciente de muchas cosas, de los espíritus a su alrededor, del mundo inferior, de sus propios pecados…
— ¿Qué me has hecho? —dijo con una voz que no era la suya.
— ¿Yo? —contestó Yama, transfigurado en hombre— Nada. Todo lo hiciste solo. Y he de decir que te estoy agradecido.
— ¿Agradecido? —se airó Gon He, provocando llamaradas a su alrededor—. ¡Me has convertido en ti! —gritó mirando con estupor sus garras carmesíes.
—La inmortalidad —sonrió de nuevo Yama—, es un regalo peligroso. Has desafiado a los dioses demasiado pronto, Gon He. El tiempo de los hombres todavía no ha llegado, todas tus teorías, experimentos, fuegos en la noche… Todo se transformó en orgullo y arrogancia.
— ¡No es posible! —aulló el otrora alquimista, ahora rey demonio.
El antiguo Yama enfundó las manos en sus mangas grises, se apartó la coleta del pecho con un movimiento suave y emprendió camino a las puertas del paraíso. Se lo había ganado después de tantos siglos de servidumbre.
— ¿Hasta cuándo seguiré aquí? —gritó el nuevo Yama, ahora junto a la balanza.
Las puertas plateadas se abrieron frente al antiguo rey del infierno, la música lo llamaba.
—Hasta que el mundo vuelva a cambiar —le contestó sin preocuparse de si le escuchaba o no.
Las almas se impacientaron, Yama se sentó en su trono, los demonios volvieron a lanzar los huesos.
El infierno tenía nuevo dueño. Y estaba de muy mal humor.
1 comentario:
Ha pasado el tiempo, pero tus finales siguen siendo igual de impactantes.
Publicar un comentario