25.7.05

La felicidad del monstruo


Boris Karloff caminando patizambo hacia un molino abandonado, Bela Lugosi ejerciendo de anfitrión en los lejanos cárpatos, Claude Reins mostrando su invisibilidad entre un montón de vendas. La luz del proyector parecía más brillante de lo habitual mientras en la pantalla del Capitol se desgranaban los clásicos de la Universal. La sala estaba casi vacía, sólo una persona estaba sentada en el patio de butacas; Ángela contemplaba fascinada el plan maléfico de Imhotep, el malvado sacerdote, tratando de recuperar a su antiguo amor.

Era verano, uno de esos veranos largos, aburridos y perezosos que solo ocurren cuando somos niños, y Ángela vagabundeaba solitaria por las calles del centro. El Capitol era un cine viejo, dentro de un edificio más viejo aún, construido a base de pequeños ladrillos rojizos que reflejaban la luz del sol. A Ángela le gustaba el sitio, aunque últimamente ya casi nadie acudía a sus sesiones y corrían rumores sobre su cierre.

Ángela creía que cuando cerraban un cine antiguo era como si muriera un sueño, un sueño agradable y conocido. Como si se fuera un viejo amigo. Así que solía frecuentar los alrededores del cine en sus paseos a ninguna parte, grabando bien en su memoria los carteles de películas antiguas que decoraban la entrada. Un día se quedó mirando uno, en el que un robot de aspecto extraño ocupaba casi todo el cartel.

—¿Qué película será esta? —se preguntó. El cartel era viejo y el sol se había comido la mayor parte del título.

—Planeta prohibido —dijo una voz a su espalda. Ángela se giró sonriente: era Toni, el proyeccionista. Sabía más de películas que nadie en el mundo, seguramente porque las había visto todas y cada una de ellas al proyectarlas—. Leslie Nielsen se enfrenta al Mal con mayúsculas en un lejano planeta.

—Ojalá la hubiera visto, ojalá las hubiera visto todas —dijo Ángela señalando los demás carteles.

—Todavía las hacen de vez en cuando por la televisión —sonrió Toni, abriendo la puerta de taquillas.

—Ya, pero no es lo mismo. En casa no huele igual que aquí.

Toni sonrió. Era la primera vez que alguien hablaba con cariño del olor a humedad y a moqueta vieja que hacía en el cine.

—Es cierto, no es lo mismo. Y dentro de poco ya no habrá remedio.

—Vais a cerrar, ¿verdad?

—Creo que sí. Yo ya tendría que estar jubilado y los dueños del cine tienen ofertas para transformarlo en un hotel. Creo que no pasará de éste año.

El rostro de Ángela se ensombreció.

—Venga, no te preocupes. No es el fin del mundo, hay más cines.

—Ya, pero casi todos son frios y feos. Éste cine es de los que tienen alma, no como los de los centros comerciales.

—Cines con alma... —sonrió Toni. Desde luego, a los chicos de hoy se les ocurría cada cosa…

—Oye Ángela. ¿Quieres ver una de esas películas?

—¡Claro!

La primera película que vio aquel verano, sola en medio de la sala, fue "La novia de Frankenstein". Karloff, de nuevo, eternamente, el monstruo, buscaba su felicidad; como cualquier mortal. Era la sonrisa del monstruo lo que más le gustaba a Ángela, ver sonreir a ese ser desgraciado y condenado a la soledad. Esos últimos pasos cuando le prometen a su novia, esa esperanza contenida.

—¡Quiero más! —le gritó a Toni, nada más terminar la película.

—Mañana —contestó desde su garita—, tengo que traer algunas latas del almacén.

Y así el Capitol volvió a ser lo que en realidad siempre había sido, una pequeña y confortable máquina de sueños. Cada mañana aquel verano volvió a brillar, bajo la luz del proyector, la magia de la fantasía. Y así Drácula viajó a Londres, el doctor Jeckill luchó con Mr.Hyde bajo la cara imposible de Lon Chaney; unas hormigas gigantes pusieron a la humanidad en peligro mientras un hombre de treinta pies de altura moría electrocutado. Todo proyectado sobre la vieja lona blanca y sobre la joven sonrisa de Ángela, que disfrutaba con cada pequeño fotograma.

Un dia Toni bajó al patio de butacas con Ángela. Llevaba una lata de película, abollada y algo descolorida.

—Toma, Ángela. Un regalo.

—¿Para mí? ¿Qué es?

—Una copia de "Planeta Prohibido". La saqué ésta mañana del almacén.

—Pero no la puedo ver en casa…

—Quédatela. Seguro que algún dia puedes ponerla en otro cine.

La niña agarró la lata con dificultad.

—Hoy ya no podemos ver la película. Vienen a tasar el edificio.

Alguien dio las luces, arrancando la penumbra. Un cine iluminado parece un truco de mago desvelado. Sabes que existe, pero en realidad no quieres verlo tal y como es.

—Vamos, niña. Se acabó el verano.

Ángela siguió a Toni hasta la salida, llevándose con ella, como si estuvieran cosidos a su piel, los pequeños momentos de cada una de las películas que habían proyectado aquel verano. Antes de salir volvió la mirada hacia la pantalla, flanqueada por cortinas de terciopelo, donde la luz y las sombras habían creado otro mundo mucho mejor que el suyo. Fuera hacía sol. Y el mundo, sin previo aviso, volvió a verse en los tristes colores pálidos de la realidad.

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