¿Qué hay en los ojos de un asesino en serie para que nos atrape? ¿Es un brillo especial? Si sabemos que, con facilidad y sin despeinarse, podrían degollarnos, despellejarnos, violarnos y comernos, no necesariamente por ese orden, ¿qué fascinación ejercen sobre las víctimas y sobre los que, a posteriori y viendo a la fiera enjaulada, les observamos, para que nos sintamos irremediablemente atraídos por ellos?
La fascinación por el mal, el asombro, la incredulidad que resulta de no ser capaces de creer realmente en ellos. Los serial killers rompen nuestra realidad para imponer la suya, a fuerza de voluntad, cuchillo y sobremesa. Y nosotros, mortales, los contemplamos en su atalaya, monte olimpo de los asesinos locos. Cada uno en el suyo. Cada uno sintiéndose Dios de su pequeño mundo. El sentimiento morboso de atracción y repulsión es difícil de explicar. Mezcla sentimientos de odio, admiración, envidia, asombro... Apela a nuestro sentido de la maravilla, como si de un cantar épico se tratara. Las listas interminables de muertos, la diversidad de métodos, la increíble suerte de muchos de ellos, la ineficacia policial en muchos de los casos; todo se junta en una persona, en un rostro. En esos ojos brillantes que parecen traspasar el vacío de los mundos, peligrosos como puñales oxidados, capaces de cautivar como una cobra antes de asestar el bocado mortal a su presa. Porque, a falta de que alguno de nosotros descubra que en su nevera falta un determinado tipo de carne, somos sus víctimas. Presas potenciales. Y el depredador, aún atrapado, nos mira como tales. Y lo sabemos. Vivimos para que ellos vivan, somos el motor de su existencia y ellos el reloj de la nuestra.
Fascinantes, morbosos y atractivos. Y eso que sólo les vemos a través de unos barrotes o en una fotografía tomada a toda prisa.
A veces no puedo evitar compararlos con Sirenas urbanas, seres de arrullo tranquilo, de magnetismo animal que llaman a sus víctimas para estrellarlos en el arrecife de su locura. Quizás no sean más que eso, seres oscuros fuera de su tiempo, colocados en ciertos lugares para evitar que los viajeros lleguen demasiado lejos. Son la frontera de nuestra humanidad, el límite de la realidad hecha carne.
El amargo legado de unos dioses demasiado humanos.
Fascinantes, morbosos y atractivos. Y eso que sólo les vemos a través de unos barrotes o en una fotografía tomada a toda prisa.
A veces no puedo evitar compararlos con Sirenas urbanas, seres de arrullo tranquilo, de magnetismo animal que llaman a sus víctimas para estrellarlos en el arrecife de su locura. Quizás no sean más que eso, seres oscuros fuera de su tiempo, colocados en ciertos lugares para evitar que los viajeros lleguen demasiado lejos. Son la frontera de nuestra humanidad, el límite de la realidad hecha carne.
El amargo legado de unos dioses demasiado humanos.
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