Marie sostuvo la tapa de alcantarilla, de las viejas, llena de óxido y con el dibujo
borrado, mientras Jean, con su traje de neopreno oculto bajo un mono vaquero,
comprobaba que la escalerilla de servicio estuviera en buenas condiciones. No era la
primera vez que alguno del grupo elegía esa entrada, pero en ese tipo de construcciones, con más de cien años de antigüedad, había que tomar el máximo de precauciones.
—Todo correcto —dijo Jean, tras hacer presión sobre las primeras barras
metálicas incrustadas en el cuello de la alcantarilla—, resistirán sin problemas.
Las luces doradas del alumbrado urbano apenas llegaban para distinguir nada en
la oscuridad. El barrio, si es que podía llamarse así, hacía tiempo que estaba olvidado de la mano de Dios. Edificios de corte chabolista habían sustituido a otros más antiguos utilizando parte de viejas fachadas en el proceso, fagocitándolas como una bacteria a otra. Marie encendió el foco de su casco, lo mismo que Jean, convirtiéndose, por un momento, en mineros preparados a la búsqueda de tesoros enterrados, ahuyentando, tras sus luces blancas, la desagradable realidad de la superficie.
Los primeros tramos de toda exploración resultaban monótonos y aburridos. Lo que atraía a Marie a la catafilía, a explorar los intestinos ocultos de las ciudades antiguas, era la sensación de compartir, por un momento, el secreto y el misterio, aquello por lo que, en otros tiempos, alguien había construido pasadizos y bóvedas, todas ellas ocultas y a la vez tan cercanas al resto de ciudadanos, ignorantes de aquello escondido bajo sus pies. Así que los tramos de alcantarillas, todos ellos perfectamente dispuestos en los planos municipales, construidos con una lógica burócrata y rectilínea, no hacían más que aumentar la ansiedad por llegar al verdadero recorrido, a la entrada secreta, al lugar donde los monstruos urbanos escondían sus leyendas
Bajo la ciudad, catacumbas; sobre la ciudad, laberintos (PDF)